“Lo primero, en cualquier parte, es el idioma. Oh, el italiano es muy fácil, se pilla enseguida, dirá el lector. Le doy la razón, con reservas, si el objetivo se limita a pedir una puttanesca en el restaurante. Más allá, la ignorancia de la lengua italiana entraña enormes peligros. No hay nada más proceloso que deducir una lengua que se desconoce, pero resulta familiar. Ya saben, los temibles “falsos amigos”, las palabras que suenan como las propias y, sin embargo, tienen un significado muy distinto.
A modo de advertencia, reseñaré el caso ocurrido a un sacerdote: un joven cura español recién llegado a Roma desea comprar un cacharro para la pequeña cocinilla de su residencia. Necesita, concretamente, un cazo de buen tamaño. Acude a una ferretería y lo pide en lo que deduce como versión italiana, esto es, pide un “cazzo grosso”. En la tienda aún se ríen cuando recuerdan el día en que apareció un cura y, plantado ante el mostrador, exigió un cipote de gran tamaño”.
(Historias de Roma, Enric González)
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