2.03.2011

Mascapalabras 464: Antonio Muñóz Molina


“(…) ahora Ignacio Abel señalaba las caras que él mismo había fotografiado sólo unos meses atrás en un pueblo de fantasmagórica pobreza en la Sierra de Málaga: la arquitectura no consistía en inventar formas abstractas, la tradición popular española no era un catálogo de pintoresquismos para enseñar a los extranjeros o para usar decorativamente en el pabellón de una feria; la arquitectura de los nuevos tiempos había de ser una herramienta en el gran empeño de hacer mejores las vidas de hombres, de aliviar el sufrimiento, de traer la justicia, o mejor todavía, o dicho de una manera más precisa, de hacer accesible lo que esa familia de la foto no había visto nunca y ni siquiera sabido que existía, el agua corriente, los espacios ventilados y saludables, la escuela, el alimento suficiente y a ser posible sabroso; no un regalo, sino una devolución; no una limosna sino un gesto de reparación por el trabajo nunca recompensado, por la destreza de las manos y la finura de las inteligencias que habían sabido elegir los juncos mejores y trenzarlos lo mismo para sostener un tejado de paja que para hacer un cesto, la arcilla más adecuada para enjalbegar los muros de una choza. De lo que esa gente ha creado a lo largo de siglos viene casi lo único sólido y noble en España, dijo, lo original e incomparable, la música y los romances y los edificios, conmovido, advirtió Adela desde la primera fila compartiendo íntimamente su emoción, aunque no le veía bien la cara, pero sí escuchaba con claridad su voz. Ignacio Abel se esforzaba en contener una efusión que lo tomaba por sorpresa y que no sabía bien de dónde brotaba, ascendiendo desde el estómago, como poseído de golpe no ya por la rememoración de su padre y de los albañiles y canteros que trabajaban con él, los que levantaban edificios y pavimentaban calles y horadaban zanjas y túneles y luego desaparecían de la tierra sin dejar rastro: también por la conciencia de los que vivieron antes, los campesinos de varias generaciones atrás de los que él mismo procedía, los que vivieron y murieron en chozas de barro idénticas a la de la foto, tan pobres, tan obstinados, tan sin porvenir como esa gente cuyas caras ahora se difuminaban, cuando la luz de la sala se encendió sin que se apagara todavía el proyector fotográfico.”

(La noche de los tiempos, Antonio Muñoz Molina)


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2.03.2011

Mascapalabras 464: Antonio Muñóz Molina


“(…) ahora Ignacio Abel señalaba las caras que él mismo había fotografiado sólo unos meses atrás en un pueblo de fantasmagórica pobreza en la Sierra de Málaga: la arquitectura no consistía en inventar formas abstractas, la tradición popular española no era un catálogo de pintoresquismos para enseñar a los extranjeros o para usar decorativamente en el pabellón de una feria; la arquitectura de los nuevos tiempos había de ser una herramienta en el gran empeño de hacer mejores las vidas de hombres, de aliviar el sufrimiento, de traer la justicia, o mejor todavía, o dicho de una manera más precisa, de hacer accesible lo que esa familia de la foto no había visto nunca y ni siquiera sabido que existía, el agua corriente, los espacios ventilados y saludables, la escuela, el alimento suficiente y a ser posible sabroso; no un regalo, sino una devolución; no una limosna sino un gesto de reparación por el trabajo nunca recompensado, por la destreza de las manos y la finura de las inteligencias que habían sabido elegir los juncos mejores y trenzarlos lo mismo para sostener un tejado de paja que para hacer un cesto, la arcilla más adecuada para enjalbegar los muros de una choza. De lo que esa gente ha creado a lo largo de siglos viene casi lo único sólido y noble en España, dijo, lo original e incomparable, la música y los romances y los edificios, conmovido, advirtió Adela desde la primera fila compartiendo íntimamente su emoción, aunque no le veía bien la cara, pero sí escuchaba con claridad su voz. Ignacio Abel se esforzaba en contener una efusión que lo tomaba por sorpresa y que no sabía bien de dónde brotaba, ascendiendo desde el estómago, como poseído de golpe no ya por la rememoración de su padre y de los albañiles y canteros que trabajaban con él, los que levantaban edificios y pavimentaban calles y horadaban zanjas y túneles y luego desaparecían de la tierra sin dejar rastro: también por la conciencia de los que vivieron antes, los campesinos de varias generaciones atrás de los que él mismo procedía, los que vivieron y murieron en chozas de barro idénticas a la de la foto, tan pobres, tan obstinados, tan sin porvenir como esa gente cuyas caras ahora se difuminaban, cuando la luz de la sala se encendió sin que se apagara todavía el proyector fotográfico.”

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