3.29.2014

Trasatlántik #04 - Los dilemas de la poesía (I) Librerías

//Iván Vergara

circuitos_ivanjulio

El escenario es el siguiente: usted despierta con la inquietud de saber qué es aquello que la gente llama en las calles poesía y de qué carajo va. No es una persona de muchas lecturas, pero las letras de las canciones de Arjona le resultan interesantes y no ha faltado la ocasión en que alguna señorita (o señorito) mencione con un suspiro largo y plácido, “él sí que es todo un poeta”.

Intuirá los posibles recintos en los que podría hallarla con facilidad, tal como intuye que en los puestos de periódicos no podría conseguir ningún libro que incluya poemas, a menos de que considere (quizá no del todo erróneamente) que las revistas del corazón, el Libro Vaquero o el Alarma son vestigios literarios donde podría hallar ese preciado tesoro literario del cual ha oído hablar.

Por una ocasión en la que los designios de la vida le han favorecido, se encuentra que tiene cincuenta pesos en la cartera que puede invertir en comprar uno de esos libros de poemas y enterarse finalmente de qué va el asunto.

Las librerías le resultan lugares un tanto incomprensibles; en su mayoría, le parecen espacios en los que no se siente del todo a gusto, ya que siempre ha sentido las miradas de los otros clientes, ya sea porque la vestimenta no sea la correcta, o el color de piel no sea el correcto, o el libro que sostiene con curiosidad en las manos mientras anda por las estanterías es el erróneo. Algo tiene que ir mal, pues las miradas no dejan de hacerle sentir vigilado.

Quizá sienta el impulso de preguntar en dónde encontrará la sección de poesía, y mejor que lo haga, ya que si no puede quedar atrapado en uno de esos vórtices que los libreros más adiestrados colocan para los despistados con la intención maquiavélica toda ella de conducirlos al título de mayor venta del momento.

Caminará por pasillos estrechos, poco iluminados. Tenga cuidado de las bestias que rondan. No suelte su bolso: está usted entrando a la sección más alejada de esta bodega del conocimiento y los peligros acechan. Ha llegado usted a la estantería de Poesía.

Usted notará entonces que, de los nombres que lee, no reconoce a ninguno; quizá alguno de los apellidos le recuerde a algún cómico mexicano, pero cuando tenga el libro en las manos notará que no se cuentan muchos chistes y que el autor es más bien chileno y está bien muerto. Se sorprenderá por la enorme cantidad de títulos que mencionan las palabras “antología”, “lo más perrón de…”, “selección de poesía”, “compilación”, “poesía para dummies”. Como un zarpazo, notará igual que las malas noticias que elegir un libro entre tantos, el idóneo, no le será del todo tarea sencilla.

Se preguntará si acaso ese poeta de apellido mesiánico repetido en el lomo de decenas de libros, todos ellos de colosales dimensiones —como si de biblias compiladas se tratara—, pudiera ser el elegido: Paz. Antes de sacar al azar uno de los tomos, sopla el polvo acumulado encima de él; estará a punto de perecer de asfixia. Alguien del otro lado del pasillo hará un enérgico “ssssssshhhhhhhh” mientras una pareja mirando de reojo hacia usted no parará de susurrar entre ellos.

En el instante de abrir el libraco, mira el precio escrito con lápiz con una caligrafía que no le da una buena espina, menos aún el precio que ronda casi siete u ocho veces el presupuesto que lleva en el bolsillo (un poco menos si se descuenta el coste del metro y el autobús que desde hace unos meses no dejan de subir sus precios tanto de la ida como de la vuelta). Elige buscar entre libros más pequeños, con menos páginas y sin esas portadas lustrosas que tanto le han atraído.

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Primer intento. Atardeceres y Nostalgias Bizarras. No encuentra el nombre de la editorial por ningún sitio, ni el del autor; más aún, le sorprende que las portadas estén hechas de cartón y que, a pesar de que el precio es el correcto a su bolsillo, quizá no entienda del todo lo que ha leído en cuanto abrió el libro, ni el que las hojas se hayan desparramado por el suelo nada más abrirlo. Sin embargo, el precio sigue ganando y, hasta el momento, probablemente sea lo que más le interese. Nota que a sus espaldas la pareja ya no susurra, le mira abierta y escandalosamente al ver el libro que sostiene en las manos. Huyen como si de la peste se tratase.

Advertencia #01: no se le ocurra preguntar a ningún dependiente, todos negarán haber leído un libro de poesía. Le mirarán con la vista perdida y le recomendarán ocupe su tiempo leyendo algo más fructífero, como los libros que están en la estantería colocada en la entrada. Antes de irse, le advertirán que no robe nada: las cámaras le están vigilando.

Segundo intento. Prisma invertido. “Algo tuvo que ocurrir terriblemente mal para que un libro como este llegue a esta estantería”, piensa calladamente. Quizá se envalentone y se lo haga saber al dependiente: las palabras están desperdigadas todas ellas por la hoja, casi vacía e insomne, además de que el tamaño es irregular; las palabras bajan (o suben) como cascadas. Usted recordará entonces el listado de la compra. Intenta leyendo de derecha a izquierda, o unir las palabras con líneas invisibles; quizá algo le digan, “algo deben esconder”, o está en lo cierto y la imprenta ha cometido un error garrafal (junto la consecuente lista de fallos que tuvieron que darse para que el libro llegase a sus manos). Lo único que ciertamente sabe es erróneo es el precio: rebasa casi por tres el presupuesto de su bolsillo.

Advertencia #02: no se le ocurra asomarse a mirar el nombre del título que algún otro despistado haya tomado de la estantería, le sacarán los ojos, maldecirán a sus siete futuras generaciones, le seguirán por los pasillos repitiéndole si no tiene algo mejor que hacer. Ocúpese de sus asuntos.

Es verdad que la poesía es algo ajeno. Al azar, usted ha tomado uno a uno los libros que le han atraído, pero no ha podido hallar eso que dicen que tiene la poesía, sus secretos: ‘l”a poesía habla sobre la verdad de las cosas”, escuchó al pasar por una terraza “de esas culturales”, y al querer saber algo de ello ha emprendido esta aventura. Título tras título le llevaron al fracaso.

Le ha dado la impresión de haber sido testigo involuntario de un concierto en el que abrió la noche un dúo de boleros; a continuación, una banda con instrumentos electrónicos interpretando todo menos melodías; le siguió algo así como un solista de rap seguido de una interpretación romántica por un trío de cuerdas y mucho, mucho rock urbano (a excepción de ese librito que parecía no tener mucho que decir, ya que solamente escribía poemas de tres líneas por hoja. Ahora que lo piensa, lleva usted varios días recordando sus personajes: hormigas, troncos secos, un silencio y su canto). Todo ello le ha parecido una cacofonía de palabras que no le ha conducido por ningún sitio nuevo. Le parece una gentileza el que los autores se encuentren por el orden de apellido en las estanterías, pero aún permanece sorprendido al notar la disonancia entre un autor y otro.

Usted solamente quería pasar un buen rato descubriendo “los secretos de la vida”, pero le ha parecido que la mayoría de las veces leía las confesiones de su vecino en aquel día que su pareja lo abandonó, o como aquella vez que de cerveza en cerveza escuchó a su compadre quejarse de su mala suerte en la vida, o de lo terriblemente machista que es el mundo, según su ahijada. Ya no ha de contar esos libros donde parecía que a cada hoja le faltaban o sobraban palabras. Hay algo en la poesía que no alcanza, no se lo están poniendo fácil.

Al regresar a casa ha leído totalmente el libro que ha elegido: las obras completas de Joaquín Sabina, con fotos a todo color y con un descuento del 5%. Recordará que tuvo que pagar más de los cincuenta pesos de presupuesto, pero ha valido la pena. Al leerlo camino a casa ha pensado ‘él sí que es todo un poeta’.

Aunque, sea usted sincero: no ha dejado de pensar en la pintada que leyó al salir de la librería, con su compra bajo el brazo y la satisfacción de haber cumplido lo cometido. Le ha tomado una foto con su teléfono de última generación (que tendrá que pagar, también ha de decirse, hasta su última generación) y la ha subido a su Caralibro: un par de palabras que no le han permitido dormir y le han quitado el hambre, le han obligado a tomar un lápiz e, incluso, le han hecho escribir una tercera palabra con la intención de añadirla a las primeras dos (está seguro que vino de ese susurro que no para). Ya le han llegado los primeros comentarios en el muro donde publicó la imagen: “ay a poco muy muy”, “de cuál fumaste”, “págame mis 50 pesos”.

A usted, extrañamente, le da igual. Sigue pensando en lo que ha leído; la sigue compartiendo:

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Trasatlántik #04 - Los dilemas de la poesía (I) Librerías

//Iván Vergara

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El escenario es el siguiente: usted despierta con la inquietud de saber qué es aquello que la gente llama en las calles poesía y de qué carajo va. No es una persona de muchas lecturas, pero las letras de las canciones de Arjona le resultan interesantes y no ha faltado la ocasión en que alguna señorita (o señorito) mencione con un suspiro largo y plácido, “él sí que es todo un poeta”.

Intuirá los posibles recintos en los que podría hallarla con facilidad, tal como intuye que en los puestos de periódicos no podría conseguir ningún libro que incluya poemas, a menos de que considere (quizá no del todo erróneamente) que las revistas del corazón, el Libro Vaquero o el Alarma son vestigios literarios donde podría hallar ese preciado tesoro literario del cual ha oído hablar.

Por una ocasión en la que los designios de la vida le han favorecido, se encuentra que tiene cincuenta pesos en la cartera que puede invertir en comprar uno de esos libros de poemas y enterarse finalmente de qué va el asunto.

Las librerías le resultan lugares un tanto incomprensibles; en su mayoría, le parecen espacios en los que no se siente del todo a gusto, ya que siempre ha sentido las miradas de los otros clientes, ya sea porque la vestimenta no sea la correcta, o el color de piel no sea el correcto, o el libro que sostiene con curiosidad en las manos mientras anda por las estanterías es el erróneo. Algo tiene que ir mal, pues las miradas no dejan de hacerle sentir vigilado.

Quizá sienta el impulso de preguntar en dónde encontrará la sección de poesía, y mejor que lo haga, ya que si no puede quedar atrapado en uno de esos vórtices que los libreros más adiestrados colocan para los despistados con la intención maquiavélica toda ella de conducirlos al título de mayor venta del momento.

Caminará por pasillos estrechos, poco iluminados. Tenga cuidado de las bestias que rondan. No suelte su bolso: está usted entrando a la sección más alejada de esta bodega del conocimiento y los peligros acechan. Ha llegado usted a la estantería de Poesía.

Usted notará entonces que, de los nombres que lee, no reconoce a ninguno; quizá alguno de los apellidos le recuerde a algún cómico mexicano, pero cuando tenga el libro en las manos notará que no se cuentan muchos chistes y que el autor es más bien chileno y está bien muerto. Se sorprenderá por la enorme cantidad de títulos que mencionan las palabras “antología”, “lo más perrón de…”, “selección de poesía”, “compilación”, “poesía para dummies”. Como un zarpazo, notará igual que las malas noticias que elegir un libro entre tantos, el idóneo, no le será del todo tarea sencilla.

Se preguntará si acaso ese poeta de apellido mesiánico repetido en el lomo de decenas de libros, todos ellos de colosales dimensiones —como si de biblias compiladas se tratara—, pudiera ser el elegido: Paz. Antes de sacar al azar uno de los tomos, sopla el polvo acumulado encima de él; estará a punto de perecer de asfixia. Alguien del otro lado del pasillo hará un enérgico “ssssssshhhhhhhh” mientras una pareja mirando de reojo hacia usted no parará de susurrar entre ellos.

En el instante de abrir el libraco, mira el precio escrito con lápiz con una caligrafía que no le da una buena espina, menos aún el precio que ronda casi siete u ocho veces el presupuesto que lleva en el bolsillo (un poco menos si se descuenta el coste del metro y el autobús que desde hace unos meses no dejan de subir sus precios tanto de la ida como de la vuelta). Elige buscar entre libros más pequeños, con menos páginas y sin esas portadas lustrosas que tanto le han atraído.

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Primer intento. Atardeceres y Nostalgias Bizarras. No encuentra el nombre de la editorial por ningún sitio, ni el del autor; más aún, le sorprende que las portadas estén hechas de cartón y que, a pesar de que el precio es el correcto a su bolsillo, quizá no entienda del todo lo que ha leído en cuanto abrió el libro, ni el que las hojas se hayan desparramado por el suelo nada más abrirlo. Sin embargo, el precio sigue ganando y, hasta el momento, probablemente sea lo que más le interese. Nota que a sus espaldas la pareja ya no susurra, le mira abierta y escandalosamente al ver el libro que sostiene en las manos. Huyen como si de la peste se tratase.

Advertencia #01: no se le ocurra preguntar a ningún dependiente, todos negarán haber leído un libro de poesía. Le mirarán con la vista perdida y le recomendarán ocupe su tiempo leyendo algo más fructífero, como los libros que están en la estantería colocada en la entrada. Antes de irse, le advertirán que no robe nada: las cámaras le están vigilando.

Segundo intento. Prisma invertido. “Algo tuvo que ocurrir terriblemente mal para que un libro como este llegue a esta estantería”, piensa calladamente. Quizá se envalentone y se lo haga saber al dependiente: las palabras están desperdigadas todas ellas por la hoja, casi vacía e insomne, además de que el tamaño es irregular; las palabras bajan (o suben) como cascadas. Usted recordará entonces el listado de la compra. Intenta leyendo de derecha a izquierda, o unir las palabras con líneas invisibles; quizá algo le digan, “algo deben esconder”, o está en lo cierto y la imprenta ha cometido un error garrafal (junto la consecuente lista de fallos que tuvieron que darse para que el libro llegase a sus manos). Lo único que ciertamente sabe es erróneo es el precio: rebasa casi por tres el presupuesto de su bolsillo.

Advertencia #02: no se le ocurra asomarse a mirar el nombre del título que algún otro despistado haya tomado de la estantería, le sacarán los ojos, maldecirán a sus siete futuras generaciones, le seguirán por los pasillos repitiéndole si no tiene algo mejor que hacer. Ocúpese de sus asuntos.

Es verdad que la poesía es algo ajeno. Al azar, usted ha tomado uno a uno los libros que le han atraído, pero no ha podido hallar eso que dicen que tiene la poesía, sus secretos: ‘l”a poesía habla sobre la verdad de las cosas”, escuchó al pasar por una terraza “de esas culturales”, y al querer saber algo de ello ha emprendido esta aventura. Título tras título le llevaron al fracaso.

Le ha dado la impresión de haber sido testigo involuntario de un concierto en el que abrió la noche un dúo de boleros; a continuación, una banda con instrumentos electrónicos interpretando todo menos melodías; le siguió algo así como un solista de rap seguido de una interpretación romántica por un trío de cuerdas y mucho, mucho rock urbano (a excepción de ese librito que parecía no tener mucho que decir, ya que solamente escribía poemas de tres líneas por hoja. Ahora que lo piensa, lleva usted varios días recordando sus personajes: hormigas, troncos secos, un silencio y su canto). Todo ello le ha parecido una cacofonía de palabras que no le ha conducido por ningún sitio nuevo. Le parece una gentileza el que los autores se encuentren por el orden de apellido en las estanterías, pero aún permanece sorprendido al notar la disonancia entre un autor y otro.

Usted solamente quería pasar un buen rato descubriendo “los secretos de la vida”, pero le ha parecido que la mayoría de las veces leía las confesiones de su vecino en aquel día que su pareja lo abandonó, o como aquella vez que de cerveza en cerveza escuchó a su compadre quejarse de su mala suerte en la vida, o de lo terriblemente machista que es el mundo, según su ahijada. Ya no ha de contar esos libros donde parecía que a cada hoja le faltaban o sobraban palabras. Hay algo en la poesía que no alcanza, no se lo están poniendo fácil.

Al regresar a casa ha leído totalmente el libro que ha elegido: las obras completas de Joaquín Sabina, con fotos a todo color y con un descuento del 5%. Recordará que tuvo que pagar más de los cincuenta pesos de presupuesto, pero ha valido la pena. Al leerlo camino a casa ha pensado ‘él sí que es todo un poeta’.

Aunque, sea usted sincero: no ha dejado de pensar en la pintada que leyó al salir de la librería, con su compra bajo el brazo y la satisfacción de haber cumplido lo cometido. Le ha tomado una foto con su teléfono de última generación (que tendrá que pagar, también ha de decirse, hasta su última generación) y la ha subido a su Caralibro: un par de palabras que no le han permitido dormir y le han quitado el hambre, le han obligado a tomar un lápiz e, incluso, le han hecho escribir una tercera palabra con la intención de añadirla a las primeras dos (está seguro que vino de ese susurro que no para). Ya le han llegado los primeros comentarios en el muro donde publicó la imagen: “ay a poco muy muy”, “de cuál fumaste”, “págame mis 50 pesos”.

A usted, extrañamente, le da igual. Sigue pensando en lo que ha leído; la sigue compartiendo:

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